Bajo el temprano sol matinal, la hierba, impregnada de rocío, brillaba como quebradizo cristal. El asno se frotó repetidas veces el hocico en el rocío. Las gotitas de agua se adhirieron por un momento a sus correosas y negras fosas nasales y luego resbalaron como relucientes abalorios. Sus flacas patas apenas lograban sostenerlo. Se balanceó varias veces, mareado, y poco le faltó para caer.
Tal fue el lamentable estado en que el granjero lo encontró, lamiendo aún el rocío de la hierba. Era evidente que el pobre animal estaba enfermo o hambriento. Pero no prestaba la menor atención a los tiernos brotes de los abrojos que tanto le gustaban.
-Todo fue por culpa de la música -explicó melancólicamente el asno, cuando el granjero le preguntó cuál era la causa de su enfermedad-. ¡Todo fue por la música!
-¿La música? -exclamó el granjero, asombrado-. ¿Qué tiene que ver la música con eso?
-Pues verás -replicó el asno-. Oí que las cigarras modulaban tan bellas canciones, que quise cantar de manera igualmente hermosa. Pensé que sería magnífico deleitar a un gran público. Cuando les pregunté cómo lo hacían, me dijeron que sólo vivían del rocío de la hierba. Hace una semana que sólo como rocío. ¡Y, sin embargo, lo único que hago es rebuznar!
-¡Estúpido asno! -exclamó el granjero, riendo. Y luego, alcanzándole un puñado de abrojos, agregó-: ¿Crees, pobre tonto, que si yo tratara de comer solamente abrojos, aprendería a rebuznar?
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