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jueves, 19 de febrero de 2015
El soldadito de plomo
Erase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes.
Los guardaba todos en su habitación y, durante el día,
pasaba horas y horas felices jugando con ellos.
Uno de sus juegos preferidos
era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo.
Los ponía enfrente unos de otros,
y daba comienzo a la batalla.
Cuando se los regalaron,
se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna
a causa de un defecto de fundición.
No obstante, mientras jugaba,
colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea,
delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido.
Pero el niño no sabía que sus juguetes
durante la noche cobraban vida
y hablaban entre ellos, y a veces,
al colocar ordenadamente a los soldados,
metía por descuido el soldadito mutilado
entre los otros juguetes.
Y así fue como un día el soldadito
pudo conocer a una gentil bailarina,
también de plomo.
Entre los dos se estableció una corriente de simpatía
y, poco a poco, casi sin darse cuenta,
el soldadito se enamoró de ella.
Las noches se sucedían deprisa, una tras otra,
y el soldadito enamorado
no encontraba nunca el momento oportuno
para declararle su amor.
Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados
durante una batalla,
anhelaba que la bailarina
se diera cuenta de su valor por la noche ,
cuando ella le decía si había pasado miedo,
él le respondía con vehemencia que no.
Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito
no pasaron inadvertidos por el diablejo
que estaba encerrado en una caja de sorpresas.
Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche,
un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.
Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso.
Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.
¡Pobres estatuillas de plomo,
tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!
Pero un día fueron separados,
cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.
-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo,
porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-
El niño colocó luego a los demás soldaditos
encima de una mesa para jugar.
Pasaban los días y el soldadito de plomo
no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de improviso una tormenta,
y un fuerte viento sacudió la ventana,
golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío.
Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo,
la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.
El viento y la lluvia persistían.
¡Una borrasca de verdad!
El agua, que caía a cántaros,
pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos
que se escapaban por las alcantarillas.
Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara,
cobijados en la puerta de una escuela cercana.
Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo
en dirección a sus casas,
evitando meter los pies en los charcos más grandes.
Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas
que se escurrían de los tejados,
caminando muy pegados a las paredes de los edificios.
Fue así como vieron al soldadito de plomo
clavado en tierra, chorreando agua.
-¡Qué lástima que tenga una sola pierna!
Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.
-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -
dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.
Al otro lado de la calle descendía un riachuelo,
el cual transportaba una barquita de papel
que llegó hasta allí no se sabe cómo.
-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!-
dijo el pequeño que lo había recogido.
Así fue como el soldadito de plomo
se convirtió en un navegante.
El agua vertiginosa del riachuelo
era engullida por la alcantarilla
que se tragó también a la barquita.
En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.
Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban,
vieron como pasaba por delante de ellas
el insólito marinero encima de la barquita zozobrante.
¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo,
a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!
La alcantarilla desembocaba en el río,
y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio
empujada por remolinos turbulentos.
Después del naufragio, el soldadito de plomo
creyó que su fin estaba próximo
al hundirse en las profundidades del agua.
Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente,
pero sobre todo, había uno que le angustiaba
más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...
De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino.
El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez,
que se abalanzó vorazmente sobre él atraído
por los brillantes colores de su uniforme.
Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse
con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red
que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó agonizando en una cesta
de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él.
Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito,
se acercó al mercado para comprar pescado.
-Este ejemplar parece apropiado
para los invitados de esta noche -
dijo la mujer contemplando el pescado
expuesto encima de un mostrador.
El pez acabó en la cocina
y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo,
se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.
-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -
gritó, y fue en busca del niño para contarle
dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo
al que le faltaba una pierna.
-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño
al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.
-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez!
¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado
desde que cayó de la ventana!-
Y lo colocó en la repisa de la chimenea
donde su hermanita había colocado a la bailarina.
Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados.
Felices de estar otra vez juntos,
durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.
Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa:
un vendaval levantó la cortina de la ventana y,
golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.
El soldadito de plomo, asustado,
vio como su compañera caía.
Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor.
Desesperado, se sentía impotente para salvarla.
¡Qué gran enemigo es el fuego
que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros!
Balanceándose con su única pierna,
trató de mover el pedestal que lo sostenía.
Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego.
Unidos esta vez por la desgracia,
volvieron a estar cerca el uno del otro,
tan cerca que el plomo por las llamas, empezó a fundirse.
El plomo de la pierna de uno se mezcló con el del otro,
y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.
A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse,
cuando acertó a pasar por allí el niño.
Al ver a las dos estatuillas entre las llamas,
las empujó con el pie lejos del fuego.
Desde entonces, el soldadito y la bailarina
estuvieron siempre juntos,
tal y como el destino los había unido:
En forma de corazón.
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