Avanzando lentamente, dos hombres dieron la vuelta al recodo, con las chaquetas al brazo y los acalorados rostros relucientes de sudor. Conversaban en tono muy cordial y parecían ser buenos camaradas. A poca distancia, los seguía el gran oso negro, husmeando las huellas de los dos amigos.
Cuando el camino dio la vuelta en torno de una roca, uno de los hombres advirtió al enorme animal que avanzaba a grandes pasos hacia ellos. Lanzó un grito y, olvidando a su amigo. se lanzó hacia un árbol cercano. Trepó como un mono por el tronco, hasta ponerse a salvo sobre una rama. Pero su amigo era viejo y no podía subir.
Al verse abandonado, miró a su alrededor afligido, buscando un escondite. La carretera cruzaba un claro; y salvo el árbol, la tierra se extendía, lisa y uniforme, en todas direcciones. Desesperado, se dejó caer al suelo y se tendió boca abajo sobre la hierba. Y allí se quedó sin moverse ni respirar, fingiéndose muerto.
El oso lo hurgó con su frío hocico y le gruñó en el oído. Transcurrió algún tiempo, que pareció interminable. Finalmente, el corpulento animal llegó a la conclusión de que aquel hombre estaba muerto y se fue.
El más joven de los dos amigos, sentado a horcajadas sobre la rama, había observado atentamente mientras sucedía todo esto, atreviéndose a duras penas a respirar. Cuando el oso desapareció, se dejó caer al suelo.
-¿Qué secreto te murmuró el oso al oído? -preguntó con curiosidad.
-¿El oso? -dijo el mayor de los amigos, cuyo corazón latía aún con violencia-. ¡Oh! Me dijo que me cuidara de hacer amistad con un hombre que lo deja a uno en la estacada a la hora del peligro y no trata de ayudarlo.
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